Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano.
Hoy tiene ya las sienes plateadas, un gris mechón sobre la angosta frente; y la fría inquietud de sus miradas revela un alma casi toda ausente.
Deshójanse las copas otoñales del parque mustio y viejo.
La tarde, tras los húmedos cristales, se pinta, y en el fondo del espejo.
El rostro del hermano se ilumina suavemente. ¿Floridos desengaños dorados por la tarde que declina? ¿Ansias de vida nueva en nuevos años? ¿Lamentará la juventud perdida?
Lejos quedó —la pobre loba— muerta. ¿La blanca juventud nunca vivida teme, que ha de cantar ante su puerta? ¿Sonríe al sol de oro de la tierra de un sueño no encontrada; y ve su nave hender el mar sonoro, de viento y luz la blanca vela hinchada? Él ha visto las hojas otoñales, amarillas, rodar, las olorosas ramas del eucalipto, los rosales que enseñan otra vez sus blancas rosas… Y este dolor que añora o desconfía el temblor de una lágrima reprime, y un resto de viril hipocresía en el semblante pálido se imprime.
Serio retrato en la pared clarea todavía.
Nosotros divagamos.
En la tristeza del hogar golpea el tic-tac del reloj.
Todos callamos.
Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y un día como tantos, descansan bajo la tierra.